Última actualización: 2024-07-02

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Privilegio y seguridad: el Bell 412 sobre el hielo

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  • 02/07/2024 - 08:28
    Bell 412 sobre el hielo
    Foto: Sargento Segundo Ervin Maldonado/Armada Nacional

    Sobrevolar la serena belleza de los glaciares azules y los picos de basalto es un constante recordatorio de que no estamos en un lugar que recibe a sus visitantes con ternura. En un mundo que parece hecho a la medida, calculado para nosotros los seres humanos y modificado para nuestra seguridad y conveniencia, la indiferencia de la Antártida ante nuestra vulnerabilidad y pequeñez es una sensación intimidante.  

    En cualquier lugar, contar con un helicóptero en una expedición científica es un raro privilegio; pero en estas latitudes, se convierte en una cuestión de seguridad. Una emergencia médica, un bote Zodiac que no aparece, un grupo de investigadores varado en alguna playa, la necesidad de pedir ayuda a alguna de las estaciones de investigaciones, son todos escenarios muy plausibles en la Antártida. Por otro lado, desde el punto de vista científico, un helicóptero no sólo es la única forma de acceder a lugares importantes de muestreo y fotografía, sino la manera de entender el contorno del terreno.

    El Bell 412 de la Aviación Naval acogido en el hangar del ARC 20 de Julio para esta misión aportó todos esos elementos a la Primera Expedición de Colombia en la Antártida. Es una aeronave nueva, apenas tiene 300 horas, con capacidad para 13 pasajeros. Tengo la fortuna de hacer un par de vuelos en puntos diferentes del Estrecho de Gerlache, y bajo condiciones totalmente distintas de clima y luz. El primero sucede durante una fría pero soleada mañana de enero, donde tengo la oportunidad de seguir los pasos de esta compleja coreografía entre buque y aeronave.

    El proceso comienza con una reunión pre-vuelo en el Centro de Información y Combate (CIC), una pequeña habitación que infunde toda la gravedad que uno esperaría hallar en un buque de guerra. Está llena de equipos electromagnéticos de comunicaciones, un radar, un tablero con los estados de alerta, el alto sillón del capitán y un anaquel de manuales para diversas operaciones militares. Hoy están reunidos el Comandante Camilo Segovia, el Jefe de Operaciones Capitán de Corbeta Norman Ortiz, el piloto del helicóptero Capitán de Corbeta David Ortiz; su copiloto, el Teniente de Navío Camilo Castellanos, y un representante de cada una de las cuatro estaciones directamente involucradas con la operación del helicóptero.

    La planeación abarca las condiciones meteorológicas, el perfil de vuelo y los objetivos a cumplir. Se habla del plan de comunicaciones, que utiliza un VHF aéreo, uno marino y uno táctico, en frecuencias primarias y secundarias. Finalmente se contestan preguntas y se especifica lo que habría que hacer en caso de emergencia, además de otras inquietudes de carácter estratégico que no me es posible escuchar.

    “Personal que asiste a la maniobra de vuelo, pasar al hangar” se oye por el altoparlante tan pronto termina la reunión. Mientras el buque se pone de proa al viento evitando que entre en ángulos mayores de 30 grados, en la cubierta de vuelo el Jefe de Seguridad Teniente de Navío Wilson Ríos dirige su propia coreografía, que es similar a la de un portaaviones.

    Varios tripulantes bajan las bordas alrededor de la plataforma, y de pronto la popa queda intimidantemente expuesta, a medida que cabalga sobre el mar. Una vez el Comandante Segovia autoriza el despegue, un semáforo en la plataforma enciende la luz verde y el helicóptero energiza turbinas. Acto seguido, un señalero vistiendo chaleco amarillo se comunica con piloto y copiloto por medio de un código de señales de brazos.

    La torre de control, que está tras una ventana al lado del hangar, transmite a los pilotos los datos de la velocidad y dirección del viento, el rumbo del buque, y cuántos grados de balanceo y cabeceo tiene la embarcación. A un pitazo del señalero, los cuatro cadeneros, con un chaleco azul, se ubican acurrucados junto a los patines del helicóptero y esperan la indicación de soltar las cadenas.

    Un ingeniero líder de chaleco rojo, dos bomberos, dos camilleros y un enfermero están pendientes de una emergencia. Sus mangueras están conectadas a una que produce espuma al mezclarse con el agua de mar. Abajo, un bote está listo para salir en caso de necesitarse un rescate. Una vez el piloto se asegura de que las cuatro cadenas están en manos de los cadeneros, el jefe de seguridad nos hace señas a los pasajeros para embarcarnos en el helicóptero.

    Un reto para la aviación

    El viento y el ruido producido por las aspas son ahora algo abrumador, y trato de concentrarme en prender la cámara que he pegado con una masa de cinta pegante plateada a la estructura del aparato. Su lente gran angular promete tomar imágenes inolvidables. Un par de pases sobre el buque, y luego, a través de las puertas abiertas, la geografía de las islas Liédge y Brabant se abre de repente bajo nuestros pies.

    Volamos sobre costas dramáticas, radas que forman espejos negros de agua, picos y laderas cubiertos de gruesas capas de nieve que se escurren hacia abajo como crema de merengue.  Pasamos sobre témpanos solitarios flotando como corchos, con parejas de focas cangrejeras asoleándose indolentes sobre ellos. La estructura masiva del iceberg se ve claramente debajo del agua; una arquitectura secreta que acarrea su propio ecosistema a medida que se derrite lentamente. No muy lejos, un grupo de ballenas dejan ver sus lomos y colas arqueándose sobre el mar.

    Una hora después, la Antártida hace lo que sabe hacer, y el mar azul se vuelve gris; donde antes había sol ahora hay una claridad lechosa, y jirones de niebla cubren el horizonte. Es como si voláramos dentro de una fotografía en blanco y negro.

    “Nunca habíamos volado sobre nieve”, me dice el copiloto, Teniente de Navío Camilo Enrique Castellanos, del Grupo Aeronaval del Pacífico esa noche. “Y lo que nos dijeron es cierto. Es difícil, es complicado, y no es como en otras partes donde uno ha volado, en que el cambio en las condiciones es progresivo. Aquí el cielo se cierra en minutos; es casi instantáneo”.

    Para el piloto Capitán de Corbeta David Ortiz, del Grupo Aeronaval del Caribe, el paisaje es complicado porque cuando hay neblina se pierde el contraste. “Uno ve blanco el cielo y blancas las montañas y  no sabe a simple vista si está a dos metros de altura, o 20. Pero a mí lo que me tenía un poco estresado es la parte meteorológica; nos hemos encontrado arriba con vientos muy fuertes, pero los peores son los llamados vientos catabáticos que en la Antártida se aparecen de un momento a otro.  Afortunadamente no los vimos”.

    Por su parte, el Bell 412 se ha comportado a la altura, y ha dejado su huella en la historia de la aviación aeronaval colombiana. “Es como si estuviera hecho para el frío”, dice  el inspector de mantenimiento del helicóptero, Suboficial Primero John Fernando Vargas. “Los motores prenden de una, y todos los sistemas han funcionado igual y hasta un poco mejor de lo que se comportan en clima caliente”. Vargas hace una pausa y sonríe. “Tengo un bebé de 3 y medio años. Todo lo que se pueda hacer en pro de la conservación de la vida en el planeta para las generaciones venideras es un gran esfuerzo que podemos hacer todos. Por eso considero demasiado importante la presencia colombiana en la Antártida, y si la aeronave aporta a eso, aun mejor”.

    Al regreso de cada vuelo el aparato es guardado dentro del hangar con calentadores, con las aspas plegadas y fuertemente amarrado al piso. Un balcón en ese hangar hace las veces de gimnasio, y de tanto ir a la caminadora, que en el estrecho recinto está a un metro del fuselaje, ya el Bell 412 se ha convertido en un viejo amigo.

     

    https://www.dimar.mil.co/

    http://programaantarticocolombiano.wordpress.com/

    Autor del Blog
    Ángela Posada-Swafford* *Corresponsal de DIMAR y la Armada en la I Expedición Antártica Colombiana

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