El viento de casi 50 nudos levanta olas de hasta 5 metros.
Foto: Sargento Segundo Ervin Maldonado/Armada Nacional

Enero 15.  Esta mañana teníamos la intención de bajarnos en la base Comandante Ferraz, de Brasil, anidada en la Ensenada Martel de la archifamosa Bahía de Almirantazgo (que ha visto recalar a exploradores antárticos desde hace siglos), pero la naturaleza dispuso otra cosa. Habíamos llegado hasta aquí lentamente durante la mañana; pero el día amaneció más brumoso que ayer, y empeoró notablemente mientras los investigadores llevaban a cabo su segundo ensayo de lanzar exitosamente la roseta al agua.

Para cuando quisimos desembarcar, se habían levantado vientos superiores a 40 nudos en cuestión de minutos, la visibilidad había disminuido notablemente y caía agua nieve a raudales. A la hora del almuerzo, en medio del pescado cocido, el capitán recibió una llamada del puente: el buque se había salido de sus círculos de seguridad, dos líneas concéntricas imaginarias a las que se ciñe su posición mientras está anclado.

“Estábamos garreando, y tuvimos que hacer un zarpe de emergencia”, me explica luego el Capitán de Corbeta Norman Ortiz, Jefe del Departamento de Operaciones. “Eso significa que el buque arrastra el ancla por el fondo marino, y es algo que hay que evitar. En este caso fueron dos cosas: los fuertes y sorpresivos vientos, y el tipo de fondo, que es más de piedras sueltas que de arena o cieno”.

Para entonces, la neblina parecía una muralla.

“Yo estaba afuera trabajando en la maniobra de zarpe, y la niebla no dejaba ver más allá de la proa del buque, mientras nosotros tratábamos de recuperar la cadena del ancla rápidamente, con esos vientos cada vez más fuertes”, dice el Teniente de Corbeta Raphael López mientras nos bamboleamos de un lado al otro por los corredores de la cubierta principal. “Luego aparecieron esos trozos de hielo llamados ‘gruñones’, que no se ven bien y hacen ruido, y eso fue idéntico a lo que vimos durante el ejercicio de simulación que hicimos en la Centro de Instrucción y Capacitación Marítima  (CIMAR) de la Armada chilena en Valparaíso, porque los hielos aparecían y desaparecían detrás de las olas”.   

De pronto, la bahía del Almirantazgo no parecía tan acogedora, y el Capitán Segovia dio la orden de salir a mar abierto para evitar el hielo. Ese mar abierto es el Estrecho de Bransfield, que separa a las Islas Shetland del Sur (incluyendo la Rey Jorge, donde arribamos ayer) de la Península Antártica propiamente dicha. Y como en la Antártida nada es gratuito, lo que no nos dio Drake hace dos días, nos lo está dando hoy Bransfield: mares 9 en la Escala de fuerza de vientos Beaufort, con vientos de 47 nudos, que hasta este momento han producido olas de aproximadamente 4.5 a 5 metros.

Subo al puente de mando cámara en mano, y no quedo defraudada. La presión barométrica ha caído a 983 milibares. Afuera hay 0 grados centígrados,  y el agua de mar que está en los limpiaparabrisas de las ventanas se congela en segundos. A mi derecha veo las costas de Rey Jorge, sus colinas negras tapizadas con hielo revelándose y escondiéndose entre la densa niebla. El mar azul oscuro está encabritado. Las olas son altas y tienen crestas puntiagudas que a veces se rompen, soltando grandes cantidades de espuma que se desprenden en dirección del viento. La proa del buque se entierra entre las montañas azules, y cada tanto aterriza en medio de un valle más profundo que el anterior, levantando cortinas de agua que bañan hasta los alerones y ventanas del puente de mando. Es el tipo de escena que uno ve en las películas.

No quiero ni pensar en lo que sería estar allí afuera ahora. Como lo estuvo hace 100 años Ernest Shakleton. A bordo del pequeño bote salvavidas James Caird, y acompañado de cinco marineros, el explorador irlandés navegó 1300 km de estos mismos mares entre la isla Elefante y South Georgia en busca de ayuda para salvar al resto de su tripulación. La fallida y célebre Expedición Antártica Británica de 1914-15 quedó prisionera de los hielos del Mar de Weddell, pero la forma en que Shackleton mantuvo el ánimo –y el estómago- de su gente, y el rescate a manos de los chilenos, dan material para un completo artículo, que ya comencé a moldear.

“No me habían tocado mares así en mis 18 años de carrera naval”, me dice el Capitán de Corbeta Norman Ortiz, Jefe del Departamento de Operaciones, mientras nos inclinamos sobre la detallada carta náutica en una mesa del costado de estribor en el puente de mando. Le pregunto si los mares del Caribe, por ejemplo San Andrés, son así de variables y dramáticos. “El mar en San Andrés es diferente. Son 30 nudos de viento máximo. Aquí, 30 nudos es el estándar. No solo eso, sino que aquí las condiciones son más sorpresivas, más hostiles y variables”.

Para evitar el incómodo movimiento de balanceo el Capitán Segovia da la orden de poner rumbo 135 sur-sur-este, con 3.5 nudos de velocidad, y así evitar las olas de lado. Por unas horas, vamos que volamos hacia la Tierra de O’Higgins, en la Península. Pero pronto regresamos casi por la misma línea, en dirección opuesta.

“Estamos yendo y viniendo de esa forma, esperando a que mejore el tiempo”, dice Ortiz. “Navegamos de tal forma que tenemos las olas por la popa, es lo que se llama surfear; y luego, frente a la proa, es decir, las vamos remontando”, dice Ortiz. “Cada tanto tiempo viramos por redondo, a favor del viento, para que el buque y su contenido no se castiguen demasiado”.

Pero abajo el movimiento es tolerable. Es cuando uno se da cuenta de que el ARC 20 de Julio es marinero, y esta es la prueba suprema. No solo es el sistema de anti-rolido, sino la proa alta de 6.5 metros, que rompe mejor la ola y ayuda a reducir la resistencia que hace el mar en el casco. 

Para las 9 de la noche ponemos proa al sur-suroeste, pero seguimos capeando el mal tiempo; la gente se ha recogido en sus camarotes, y hay menos bulla en la cámara de oficiales, que hace las veces de comedor, sala de juegos y videoteca. En el puente de mando se observa calladamente pasar un témpano de 900 metros. Afuera hay un atardecer color fuego. Mientras tanto, sentada en nuestro camarote, me es inevitable pensar esta noche en todos esos buques y capitanes que han cruzado estas aguas desde hace más de dos siglos.  

El Endurance y el Nimrod de Ernest Shackleton; el Discovery y el Terra Nova de Robert Falcon Scott; el Fram de Roald Amundsen; el Mirnyy de Fabian von Bellingshausen; el Jane de James Weddell; el Astrolabe de Durmont d’Urville; los legendarios Erebus y Terror de James Clark Ross; y naturalmente el Belgica, de Adrien de Gerlache, el explorador belga que bautizó la zona de operaciones a la que nos vamos a dedicar.

Todos ellos fueron castigados por estos mismos vientos, que solo los que han navegado en estas aguas pueden llegar a describir. Cada uno con su propio sur blanco en la cabeza, venían por focas, ballenas, gloria, ciencia, aventura  y descubrimiento. La Antártida con su Polo Sur, el último gran premio geográfico por conquistar en el mundo, les dio todo eso y más.

 

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Autor del Blog
Ángela Posada-Swafford* *Corresponsal de DIMAR y la Armada en la I Expedición Antártica Colombiana

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